DIOS, DIOS,
DIOS...
Esa era la única palabra que salía de mi
boca, como una letanía susurrada, aspirada hacia dentro, mientras, rodilla en
tierra, yo salía del barranco de la basura: Dios, Dios, Dios... Era verano, la
hora de la siesta, y el apretón me hizo ir al retrete. El ejercicio en
suspensión exigía toda la atención, y no importaba que se nos olvidase el
papel, porque también lo sabíamos hacer de memoria.
Dios, Dios, Dios..., iba diciendo
mientras me acercaba a la caldera del agua de donde bebían las mulas,
quitándome la camisa para lavarla, y los pantalones, y los calzoncillos... No
podía evitar sentir como un escozor cálido desde la nuca hasta la rabadilla.
Al principio me había apoyado bien, en
el borde, pero se trataba de una hora soñolienta, se me entornaron los ojos, se
elevaron las comisuras de los labios, y cuando me sentí volar, desperté en
medio del vuelo, porque me estaba cayendo de espaldas sobre los frutos de mi
relajación.
¿Por qué me acordaba de Dios en
semejante trance? Imagino que por instinto, como contrapunto, aspirar a lo más
alto, tras la caída en lo más bajo.
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